Salir a dar un paseo, ir todo el dia de arriba para abajo, tiene sus desventajas. Te pasas el día bebiendo como un camello. Pero claro, sentarte en un bar te sale por un ojo de la cara, aunque pidas un mísero refresco. Es ahí cuando toca tirar de inventiva y buscar sitios en los que llevarte algo fresquito a la garganta no te deje la cartera temblando. Tengo que reconocerlo, me encanta Triana. Cualquier rincón entre República Argentina y Puerta Triana merece la pena. Por eso paseo mucho por allí. Y por eso sé en qué sitios merece la pena pararse a pedir algo. Esta panaderíà la descubrí como tantos sitios: la fórmula de ensayo-error. Si me gusta lo que hay, me apunto el sitio. Si no, a otra cosa, mariposa. Cuando entré la primera vez me sorprendió lo pequeñito del local. Pero cuando me fijé bien, no es que el local sea pequeño, es que gran parte del espacio está ocupado por el horno en el que hacen las piezas de pan. De hecho, el inconfundible olor a pan recién hecho flotaba en el ambiente. Tras un dependiente de aspecto agradable, una caja repleta de andaluzas calentitas. Le pedí al hombre un refresco y me dijo que me sirviese yo mismo, en la nevera que hay frente al mostador. Tras poner la lata sobre el mostrador, me dijo el precio: setenta céntimos. Igualito que si me hubiera sentado en cualquier bar, donde mínimo te cobran uno y pico. Pasear por Triana es una de mis aficiones favoritas. Desde aquel día, si me entra sed por López de Gomara, ya sé dónde tengo que acudir. El ritual siempre es el mismo. Y así lo seguirá siendo.