Casa de los dulces

Un dels millors forns de València, sense dubte ^^ Amb terrassa i servei de taula.
Uno de los mejores hornos de Valencia, sin duda ^^ Con terraza y servicio de mesa.

No puedo evitar recordar mi niñez al pasar por delante de la casa de los dulces, pero no por la tienda de los caramelos a pesar de que siempre intentaba contar los caramelos de la puerta, jajajaa, lo que me trae recuerdos de mi niñez es la cafetería pastelería que se encuentra al lado, y es que cuando era niña y regresábamos de la ofrenda era casi obligatorio parar a comprar algún pastelito en esta cafetería que por supuesto este día estaba hasta los topes.
Así que estas fallas no nos hemos quedado con las ganas y el día del padre, después de comer, nos pasamos a tomar un café y uno de sus famosos pasteles.
Deliciosos por cierto, es difícil decidir con la buena pinta que tiene todo.

Vaya merendola tan valenciana que me di en esta cafetería. Por 1,60 € (1,70 € si consumes en la terraza), te ponen un vaso de horchata bien fresquita y un fartón para acompañar. Rico rico.
También tienen un amplia carta de cafés y chocolates, así como helados, bollería y pasteles. Todo con muy buena pinta.
El servicio es muy rápido y amable. Buen sitio para hacer una parada a media tarde en el barrio del Carmen.
Al lado de esta cafetería está la tradicional tienda de caramelos que da nombre al local.

¿Cuánto tiempo llevarán los caramelos de su escaparate ahí colocados? Probablemente si nos comemos uno caemos fulminados por un tifus, como poco, porque desde que tengo uso de razón los he visto ahí arriba en sus cristaleras. De hecho perdieron color hace ya muchos años y están como las imágenes de la tele de los años 60 ¡Pero me encantan, le dan un toque especial y seguro que todos los niños sueñan con despertarse encerrados en una de esas cristaleras! Ñam.
En cuanto a lo que puedes encontrar en su interior está claro: caramelos de todas clases, sabores y azúcares inyectados; otros dulces como gominolas, turrones, chocolate, helados de diferentes marcas, peladillas ¿os acordáis de ellas?; caramelos de esos que tienen piñones dentro del año «de la polsor» y un buen y larguísimo etcétera, porque es un paraíso de azúcar y dulce, a todo color.
Si eres diabético aléjate en cuanto la veas, porque no vas a poder resistirte a echar un ojo, aunque sea, a su interior. Recuerdo que para el bautizo de uno de mis sobrinos, encargamos bolsitas de caramelos para regalar a la salida de la iglesia y una enorme bolsota para tirar al suelo bajo la frase GRANDE que todavía hoy se dice: ¡Padrino, roñoso! Desaparecieron en 5 minutos, y no sólo los niños los cogieron del suelo…
Tienen otra tienda más además de esta, que es la que yo recuerdo de toda la vida (porque se ve desde el coche cuando pasas) y tienen una cafetería pegada, que reseñaré aparte, en la que puedes disfrutar de muchas delicias azucaradas y saladas.
Estas tiendas dan una alegría a la vida que nos merecemos de vez en cuando ¡pon caramelos en tus días gris, que seguro que lo ves todo más bonito (y dulce)!

If you want to get a lesson in Spanish candy Casa De Los Dulces is where you want to start. Though it may be past its prime, this place has character; from the decorative exterior to the extensive selection of «dulces» inside. As far as price goes, it is very resonable for this touristy barrio.

Normalmente, estamos todos de acuerdo en que los trabajos suelen entenderse como labores pesadas y tediosas. Pero lo cierto es que, cuando uno se ve rodeado de colorido, dulzura y delicia a la vez que trabaja, la cosa cambia bastante, o al menos ayuda a que lo haga.
Y no es que yo haya trabajado nunca en una Casa de los Dulces (¡uuuf, ni podría! ¡Me echarían la primera semana por acabar con todo!), pero sí estuve durante un tiempo repartiendo un periódico gratuito delante de una. ¡Y creedme que me encantaba ver cómo la sobriedad y seriedad histórica de las Torres de Serrano y su zona contrastaba con el colorido y desenfado de esta alegre tienda, ubicada casi en pleno centro histórico!
Una parte del gran número de turistas que suele transitar la zona no se resistían a los encantos de esta azucarada tienda, llevándose así también de paso un recuerdo algo más dulce de nuestro país.
Como tienda en sí, es algo más pequeña que la de la calle Xátiva (donde también hay otra), más alargada, y el espacio para los clientes es más estrecho. Pero eso no impide que sus paredes y escaparates estén igualmente llenos de colores y sabores dispuestos a alegrarle el día a cualquiera, sea niño o sea adulto, y con la suficiente variedad también como para que puedas cumplir allí tu pequeño sueño goloso momentáneo.

Cada vez que paso por esta tienda me acuerdo del cuento de Hansel y Gretel y de la bruja malvada que atrae a los niños a su casa hecha de golosinas. Entiendo perfectamente a los hermanos golosos, porque la Casa de los Dulces se me antoja como esa casita de chuches, que proyecta una especie de fuerza centrífuga que te empuja hacia adentro. No es que sea especialmente adicta ni a los caramelos ni a las piruletas, pero es que el colorido y la estética de las chucherías provocan ganas de comprarlo todo.
También proyecta en mí cierta nostalgia. Esos cucuruchos llenos de golosinas que daban en los cumpleaños o en las comuniones. Recuerdo que los recibía como el tesoro más preciado e incluso me racionaba los caramelos para que me duraran muchos días. Y si no, siempre me quedaba robarle algún que otro a mi hermana. Qué dulces momentos aquellos… nunca mejor dicho.

Recuerdo vagamente que cuando era pequeña, salvo la clase de preescolar o quizás algún columpio del parque, todo lo que había a mi alrededor era enorme. Hasta el asiento de atrás del R4 que tenía mi padre me resultaba tan grande que podía jugar y todo. ¡La sorpresa que me llevé cuando volví a subir a uno veinte años después y miré desde delante el poco espacio que quedaba para los que se sentaban detrás.
Antes de los chiquiparc y de las piscinas de bolas, los niños teníamos un espacio en el que nos volvíamos locos: la Casa de los caramelos.
No era para menos. Cubetas de cristal más grandes que nosotros recorrían el largo de las paredes y del mostrador. Todos los caramelos posibles y las últimas novedades en dulces se servían allí. Los padres acudían a comprar a granel los caramelos para tirar en los bautizos o a hacer paquetitos de dulces que luego se repartían a los niños de clase cuando era tu cumpleaños.
El tiempo y la competencia de otras tiendas encadenadas le ha restado brillo a esta Casa. Hubo un día en que incluso me di cuenta de que los caramelos que rellenaban las cubetas de fuera no eran de verdad, eran sólo los envoltorios rellenos con algo que no se derritiera al sol. Toda transición a la edad adulta tiene sus pequeñas decepciones.
Sin embargo, aunque hoy en día ya no pienso tanto en ella, los ratos en que voy caminando por Valencia y paso por la delante de la que hay en la calle Xátiva o por la que está en Muro de Santa Ana, le presto dos segundos de atención y veo que sigue siendo igual de seductora. Hay una cosa más que ahora me gusta de ella: el reflejo del sol en todos esos papeles de envoltorios brillantes hace que a veces parezca un espejismo o una aparición.

Cuando uno se va fuera a vivir, todo es aventura, la aventura de encontrar sitios que a uno le den un equilibrio personal y emocional, lugares que hacen de la historia de cada uno, un referente de lo que se es, y de lo que ha sido y también, por consiguiente de lo que va a ser.
Cuando regresé de mi exilio, hace dos años, al llegar a Valencia, tuve la imperiosa necesidad de empezar a patear las calles de mi cuidad, para comprobar que todo seguía en su sitio: la Plaza de la Virgen, la Plaza del Negrito, el Barrio del Carmen entero, el centro de la ciudad comercial que rodea al Ayuntamiento y todos aquellos comercios que configuraban mis recuerdos, mi historia y mi prehistoria.
Muchas cosas habían cambiado, no los monumentos y las plazas evidentemente, pero sí, muchos de los comercios a los cuales uno se ancla en los recuerdos para recuperarse así mismo después de una aventura fallida.
Esa primera tarde de mi regreso, caminaba entre la emoción, la alegría y la decepción, al encontrar mis rincones perdidos, al no encontrarlos y al descubrir cuanto cambian las cosas en la ausencia, en este caso en mi ausencia.
Sin embargo, no había roto, no había recordado, no me había recordado por la ciudad, caminando y disfrutando de la esencia de la vida, de mi vida, de mis recuerdos. Y decidí abandonar, quizás demasiadas alegrías y decepciones habían bloqueado mi mente y mi espíritu.
Entonces mis pasos me dirigieron a la calle Navellos, desde la plaza de la Virgen, regresaba de mi paseo, hacia el exterior, hacia mi hogar, y al final de esa calle, que sin existir bifurcaciones ni cambios de avenidas, ni calles, ni otros obstáculos físicos, se transforma en una nueva calle, Muro Santa Ana, me encontré frente a frente con este comercio.
Mi pasos frenaron su marcha, mis ojos se clavaron en el escaparate, en la enorme fachada de cristal, tras la cual se agolpan miles de caramelos. Embutidos, prestos y dispuestos, como reclamo mundial del dulce para golosos y románticos, niños y no tan niños… Una lágrima empezó a descender por mi mejilla, y todos mis recuerdos se desbloquearon, lo que no había conseguido ningún rincón de mi ciudad, la Casa de los Dulces, o como todo el mundo la llama la Casa de los Caramelos lo había logrado en apenas tres segundos de contemplación, me fijé más, en su cartelería, nunca me había fijado tanto, es como pasar todos los días por delante de un monumento, que estás habituado, a su presencia, que sabes que está ahí, que sabes su historia, pero que nunca has leído la letra pequeña, «desde 1953» pone en su fachada.
De pequeño, uno de mis primeros recuerdos lo asocio a pasear por el Barrio de Carmen con mi madre, y siempre salíamos por esa calle, para regresar a casa, y siempre me detenía frente a esa tienda, y siempre pensaba: «esto es el cielo, el paraíso, si existe un Dios, y un cielo, este sitio debe ser lo más parecido».
Desde 1953, ahora me imagino la cantidad de niños que a lo largo de casi 60 años, habrán tenido un pensamiento semejante, espero no ser el único.
Ayer, paseando de nuevo por mi ciudad, salí por la misma calle, y vi sus luces, que iluminaban en el exterior la calle y en el interior los caramelos, al mismo tiempo que también iluminaban mis recuerdos, me detuve, le eché un par de fotos, vi a niños entrar con sus madres, y pensé: «bien, ahora en el año 2011, donde la tecnología, y la maldita crisis, y la televisión, y el cine, y la vida ha cambiado tanto, no ha logrado derrocar la historia de este monumento de tienda. Bien, me alegro, escribiré sobre ello en Unilocal» y eso es justo lo que estoy haciendo.
Entré y compré un enorme surtido de caramelos y dulces, como cuando era niño y mi madre me los compraba, y ahora, mientras escribo esto, frente a mí, está esa bolsa, llena y repleta de sabores, de azúcar, de dulces, y porqué no, de dulces sueños que a uno lo teletransportan a una vida propia. Dulces para el recuerdo.