Casa Carolo

Hace no tanto, había aquí un enorme bar destartalado con varias barras y casi ningún cliente. La plancha grasienta tenía mucho encanto, además de bastante mugre, pero no molestaba y el tugurio hacía su función a la hora de servir bebidas, que era para lo que acudí en varias ocasiones. En la calle Barquillo hay tiendas bien, restaurantes, un teatro y hasta una tienda de amplificadores, pero este bar parecía único en su especie y me venía muy bien.
Un día, en la hora maldita antes al teatro, donde no tengo tanta hambre pero tengo que comer porque sé que si no me pondré de mal humor durante el espectáculo, me dirigí hacia este lugar mugriento. Mi sorpresa fue bastante grande y tuve que comprobar que no había viajado a otra dimensión, porque el bar había sufrido una reforma integral. Temerosos, entramos para evitar el rugir de tripas durante las dos próximas horas y fue entonces cuando pudimos comprobar que lo del lavado de cara de restaurantes que tanto se lleva en la televisión actual no tiene nada que ver con las maravillas que aquí habían hecho. Obviamente, habrán cambiado de dueños, pero estaba todo irreconocible con cortinas blancas, mobiliario nuevo y una división de espacios que, milagrosamente, daba mayor sensación de amplitud.
La carta también está realizada con esmero y, aunque me pareció ver un restaurante apartado con mesas de manteles y vajillas profusas, nosotros nos acomodamos en primera fila para ver los pinchos expuestos en la barra. Ofrecen también cócteles, productos ecológicos y de temporada.
El aperitivo (aceitunas con aliño) fue abundante y apostamos por unos calamares a la romana con un ali-​oli que resultó ser de tinta de calamar. Tanto mejor. El precio más elevado que en otros bares de batalla se explica precisamente por la mayor finura en el rebozado y la primorosa disposición del plato. Todo muy bien. Un poco demasiado para lo que yo andaba buscando, pero oye, el producto es bueno y eso es lo importante.