No es el mejor gallego de la ciudad, ni de largo, pero sí el más pintoresco. Te va a costar encontrarlo, porque está camuflado entre insulsas fachadas de la calle Rosalía de Castro(valga la galaico-redundancia), pero una delicada estrella estampada en la puerta de cristal lo delata. Una vez dentro, su vetusto aspecto te da todas las pistas necesarias para saber que vas a comer bien, pero sin tener en cuenta detalles sin importancia para pijeras como la ausencia de: diseño, gusto con los cuadros y decoración en general, copas de vino adecuadas, silencio, carta(ni de vinos, ni menú, es todo cantado), pulcritud, presentación… Si te abstraes de todo esto, vas a flipar más que los tres pastorcillos de Fátima. Los mariscos son seleccionados por el jefe, todo un personaje que se va a sentar contigo si le caes bien y le das conversación sobre el mundo del mar, por lo tanto, cuando saborees unas estratosféricas navajas, gambas o unas inmensas zamburiñas, que no te extrañe nada, porque el tío pilota mogollón del universo del pescado. Pero no solo eso, también dominan la fritura y las carnes. Yo soy un fan absoluto de sus patatas fritas, creo que son las mejores de Barcelona y, si las acompañas de un solomillo de cabrito o un chuletón, vas a llorar lágrimas como pomelos. No te guardes un rinconcito para el postre, que no son nada del otro mundo, mejor hínchate a marisco, pescado y carne, y sal rodando por la puerta.